miércoles, 12 de diciembre de 2007

A Cristina Longinotti

dedicados

En una región extraña, alejada del mundanal ruido y el caos actual, se hallaba su morada. Blancas y luminosas paredes demarcaban el habitat. Unas pocas flores daban elegancia al lugar.
Allí vivía. Allí se hallaba ella.
Su fama se extendía por infinitos puntos del globo terráqueo, sin embargo ella parecía ausente de la realidad; su mente viajaba sin cesar por indómitos parajes llenos de magia y misterio, sitios donde ningún otro mortal osaba recorrer.
La llamaban: Cris, así de simple. Aunque nada había de simple en ella.
Los pocos que habían podido verla decían que sus manos irradiaban rayos de luna y plata, otros juraban y perjuraban haber notado el aúrea dorada envolviendo su figura.
Pero los más, los mortales, los simples seres que ilusionaban sus días con la esperanza de leer sus sonetos no decían lo mismo. Muchos creían que era un ser divino con numerosos brazos que escribían a la vez diferentes obras a una velocidad que competia con la luz del sol; otros creían haber notado más de tres cabezas sobre el níveo cuerpo y sostenían haberse dado cuenta que todas pensaban a la vez ideas diferentes para los sonetos.
En fin, cada versión era diferente; en tanto ella seguía con sus escritos, suspirando versos de amor en cada respiración, escribiendo excelentes obras en cada hálito que daba.
Era así porque ella era: Cris.

Liliana Varela

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