domingo, 10 de mayo de 2009

Elegiía a mi madre

























A mamá Yuya (1925-1987)


... fue una mujer maravillosa.
Luz en la nebulosa de otras vidas
que llegaron a ella en llanto doloroso:
Victor López Nieves



Mi madre fue mujer del hic et nunc,
hogareña, abeja de su panal no siempre dulce,
vertical, transparente, fiel,
a veces triste como la morriña,
a veces cantarina o nerviosa
como el moriviví de los campos.

Ella protegió y crió a las erictonias,
a hijos de nadie, a faltos de abrigo.
Su mano, entonces, fue más pródiga y feliz,
magia provedora y cariño,
trigo de los cielos, pan de nobles.

Documentó estrellas,
caspucias minerales del llanto,
pero hartó a muchas lunas marchitas
en el cieno y el vaho.

Por eso, apasionada y justa,
nunca vivió satisfecha de sí misma
ni fue cómplice de refistoleros de capital
mal repartido, ladillas chupasangres.

Cultivó su propio jardín; encendió sus soles
maternal, pacífica y guerrera,
pero no fue llorona de llevanzas,
sino fiera, maldiciente y dulce, por los suyos.
¡Hábil en el huso, el telar y las agujas,
la cocina y las transformaciones!

Quiso lagos, manantiales, lluvias,
todo lo que es Dios sin reservas,
spinozianamente dicho,
epicúreamente calculado.
Amé su coraje purificador
contra el desamparo y las negaciones del frío
y contra los agrios mataperros del doliente.

¡Sólo así fue consuelo mío y ajeno!
más que discurso
y ejercicios de amor puro.
Creció entre los avatares
de su propia cruz.
¡Y por eso la quise!

Y de los montes de hoy
hizo ciudades con olor a mañana.
Nació del cráneo roto del poder,
del cascarón del hampa,
hija de palas de glucosa
y dendritas vehementes de tritonio,
ultrajada de prudencia hasta la médula
con semillas de Zeus en Mirabales.
Y él se derramó, adormilado,
con sus sesos al aire,
para que no la matara la logomanía más vil
ni la tocara el mamarracho cotidiano
en las calles del olvido y Don Nadie.
Y por eso la he querido.

Laurita quiso llamarla
Palas, Atena, Tritogenia
cuando la vio salir por las heridas
como se dijo en las leyendas de Pelasgo;
pero fue en una isla del Caribe que nació,
después de todo,
envuelta en el casto monte
que fue su frazada.

Allí inventó la brida y la carroza,
manejó un Renault
que fue su blanco palomino,
y a sus flores cortaba
con tijeras del solsticio
para que el invierno llegara con promesas,
con descanso, con flores del Hebrón
vueltas hibisco o sorgo
de los montes de Israel
e hizo, con la flauta,
música de amor
por los que oyen.

Silbó por la espesura
del temor y la muerte
y por senderos,
donde araban al barbecho
y mugieron bueyes sin aliento,
sin consuelo en el dolor,
caminó, caminó y caminó.

Dicen que cayó de las nubes
como ángel
y que amaba a los huertos.
Debe ser verdad.
Cultivó muchas flores
y se enternecía con el rocío.

A nadie dijo: Deténte. No camines.
Ni moverse es bueno;
¡ya que fue jiribilla sin descanso!
Frágil y bella como una mariposa,
aunque supo su destino de gorgojo y polvo
en la tierra que la sepultara, ¡la quiero!

2.

Nunca falta un roto para un descosido;
así que se casó en feudo de sombra
donde la doxología da su migaja de récano
y los moros van y los moros vienen
y las moscas lamen y aprietan el cuello
con su vaticinio de tormento que aparentan
dar consuelo, aunque sean cuchilladas.
Sin embargo, ella formó sus utopías,
sus fántasticos nexos
con el fuego del porvenir.

Bendijo su propia desaparición
cuando pensó que hay un mas allá de vida,
gozo por entregarse a la Nada
que lo contiene todo
sin decirlo, sin jactarlo
y sin que nadie lo espere.

Ella estuvo desnuda en cada asombro
y el que más fiel, en su vigilia,
fue buscarla
como al barro de sus propios sueños,
la vio bañarse a solas y secarse al sol.

Fue Tiresías, afortunado,
mi padre, el pobre ciego.
¿Quién habitaría en su mañana,
en sus espacios de cosecha y alabanza,
si con ojos de maruga la llamara?
¡Nadie!

El que, como asno que mastica el malojillo,
se tragó las piedras y deshabitó los huesos
por impuros ecos de pureza y forma ingrata,
no pudo conocerla ni acariciar
la fibra castaña de su pelo
ni verse en su mirada como miel del cielo
ni contarse humano para su paraíso.

En medio del asma de su cuerpo,
ella hizo su horóscopo de gracia
y ninguno mayor que su afán de inspirar
una sonrisa, una esquina generosa
en el infierno.
En la manigua urbana, tuvo
belleza de cartel, pero, sobre todo, doncellez
tibia para su marido, lealtad real,
renuncia, sacrificio.. .

Para navegantes con destino, velero y faro.
¡Siendo gacela de los montes, fue ninfa
y canto de arroyuelos y, en las citadelas
del tedio urbano...
obrera con ser iluminado!

Para amarla, con gratitud veraz,
me bastó meramente escudriñar sus manos,
a veces ya rugosas, o sucias,
mas siempre tiernas en medio de la lluvia
que nutre y los jardines
que declaran lo bello
y los desvelos que organizan
el rascate y el consuelo,
como si fueran empeños de raíz
en vez de dedos.

Para alcanzar a comprenderla,
el que miró olambrillos
y se hizo el majá muerto
llegó a su casa, Biblia en mano, a predicar
al Temible y sus demonios de hollín
y mentar a la Luna de Valencia
y al mundo malversante del goyyim
y las paganas vanidades del incrédulo
y las colectas y el sábado de gloria
y las piadosas chanzas;
pero el que estuvo a matar con sus bolsillos
se llevó el contra-evangelio de otro modo:
¡como pan y como abrazo,
como diaria piedad, sin sermoneos,
como ropa, como vianda y hermandad
desde los huesos,
serena amistad sin aspavientos!
¡Y por eso la quise
y la he querido y la quiero!

3.

Ha muerto el asma laboriosa.
¡Ya lo dio todo tu hija, doña Laura!
Ha muerto el corazón blando
y la sangre rebelde y luchadora.
¡Ya lágrimas se cantan y se cuentan
entre muchos que la amaron!
Ha muerto con sus labios finos
y su nariz judaica.
Se despidió de las parcelas de la vida
y de su hogar en calma
y del barrio urbano del humilde.

¡Su voz tiene escondite en mis recuerdos!
Se ha ido delgada, menuda, frágil,
húmeda como el beso del rocío,
friolenta como rosa blanca que amanece.

Ha muerto, Julia sagrada,
Atena de los bondadosos y los tristes,
almohada y refugio de los que convalecen.
Murió la flor de hibisco, el recao,
la berenjena, el ajizal, la yerbabuena.
Ha muerto la rosa blanca, la martiana,
la voz serrana de Spinoza en el Séptimo Día,
el café de las tardes, la tertulia...
La que cosió camisas en la escasez,
la enfermera de permanente turno,
la esposa del maestro,
el timón del poeta.

¡Ya sólo dice adiós a los Ortizes!
Ha muerto y Raquel está triste y Rebeca
y todos llegan y se juntan y el esposo
está en el luto desde el alma más mustia
de los desconsuelos y la tiniebla más negra
de sus ojos claros, llorosamente grises...

Su mano que cortó mis cabellos ha muerto.
Su rico guisar, su vigor de hormiga mágica,
su diligente trasiego, su desvelo, descansan.

Volvió al cieno:
ahora es agua y aliento,
mineral del camposanto y memoria.
¡Ya exprimió su aroma y su dulzura
para dejarse enteramente grata
como efluvio!

Ha muerto con el nombre de sus hijos
en la boca, con última ternura del marido,
con sencillez de helecho,
con sensible dignidad de bondadosa.
¡Y por eso la quise
y la he querido y la quiero!

12-12-1987

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